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ISSN 1989-4163

NUMERO 33 - MAYO 2012

Los Papeles Póstumos del Club Pickwick

Joaquín Lloréns

Autor: Charles Dickens. Editorial Tartessos. 1943. 635 páginas. 70 céntimos de peseta.

Me ha parecido conveniente conmemorar el segundo centenario del nacimiento de Charles Dickens leyendo y reseñando una de sus obras. No ha sido fácil, pero por motivos no literarios. En mi infancia apenas si disfrutaba del cine una o dos veces al año. Quiso la fortuna que a los seis años, una tía mía me llevara a ver Oliver, del director Carold Reed. El impacto fue tan grande que, desde entonces, siempre que escucho el nombre de Charles Dickens, un estremecimiento recorre mi espinazo y, también debido a ello, mis lecturas del afamado escritor británico han sido llevadas a cabo con la prevención de un gato escaldado. Aquel Londres deprimente, sucio y explotador de niños constituyó un auténtico trauma para aquella cándida alma infantil. No obstante, el hallazgo casual de “Los papeles póstumos del Club Pickwick” entre los restos de la biblioteca póstuma de mis padres, junto con el ya citado hecho del bicentenario de Dickens, así como la ayuda de la intrepidez que siempre acompaña a una buena botella de Rioja, me animaron a arriesgarme a su lectura.

La novela, escrita por entregas es humorístico, para mi sorpresa, con ese matiz tan característico de los ingleses: entre irónico, ácido y amable al mismo tiempo. Relata los avatares de un anciano acomodado, bon vivant  y bienintencionado, de nombre Samuel Pickwick que, acompañado de tres miembros del club que lleva su mismo nombre (dos jovenzuelos, Snodgrass –poeta del que nadie ha leído un poema-, Winkle –tan deportista como su amigo poeta-, y un maduro Tupman, amante de la belleza femenina sin llegar a ser un viejo verde) y un sirviente, Sam Weller –vínculo con el mundo real-, recorre parte de Inglaterra con el fin de conocer mejor la naturaleza humana.  Como decía, Dickens la publicó por entregas a los veinticuatro años y constituye su primera novela, sorprendiendo por su sagaz reflejo de numerosos estereotipos de la Inglaterra victoriana y logrando con fina agudeza el objetivo de su protagonista: reflejar con agudeza diversos tipos de naturalezas humanas, que no distan tanto de muchas personas que podemos conocer hoy en día.

La novela está plagada de anécdotas y de referencias literarias pretéritas y futuras. Es inevitable recordar al Quijote de un lado. Pickwick, con sus vagabundeos, a veces afortunados y a veces calamitosos, pero siempre manteniendo una fe inconmovible en la naturaleza humana, y su inteligente y práctico sirviente, Sam, traen a la memoria a los inolvidables Quijote y Sancho. Aunque Pickwick ve el mundo cual tal es, y a veces tiene brotes de ira e indignación ante los exabruptos de sus compañeros y de algunos desconocidos, su bonhomía le hace padecer las mismas penalidades que a cualquier buena persona de buenas intenciones. La pareja antedicha, por otro lado, son indudablemente un antecedente de los  Jeeves & Wooster de Wodehouse, y el Club Pickwick descrito al principio de la novela nos recuerda sin dudas al Club de los zánganos del citado Wodehouse. Por otro lado, Dickens usa el recurso de Los cuentos de Canterbury o de El manuscrito encontrado en Zaragoza y tantas otras novelas e incluso piezas musicales, como los Cuadros para una exposición de Mussorgsky, de intercalar breves historias-interludios que aportan diversos personajes con los que coincide en fondas y tabernas y que vienen a constituir pequeños retratos victorianos.

Pero la historia principal es amable y agradable de leer, constituyendo un reflejo interesante sobre la Inglaterra de mediados del siglo XIX y en absoluto desgarradora como en otras de sus novelas. A pesar del tiempo transcurrido, resulta actual en muchos aspectos. La personalidad de sus personajes secundarios podrían ser los de muchos que conocemos. Aquí los ingleses aparecen como buenos comedores y mejores bebedores; bromistas, bravucones y, en el fondo, ingenuos. Sus disputas son las mismas que nos atolondran hoy en día. El amor juvenil es tan ingenuo como el del siglo XXI y los amores maduros tan desengañados como los de toda experiencia vivida, las disputas políticas entre azules y amarillos, tan enconadas y faltas de racionalismo como las de ahora. A pesar de que el encuentro con diversos pícaros –en especial Jingle, con su peculiar modo de hablar sin terminar las frases, y su compinche Job- tienen efectos lamentables en primera y segunda instancia para nuestro protagonista, al final de la novela, todos ellos son redimidos aunque sin moralinas y son despedidos con un “Ahora están arrepentidos, indudablemente; pero no olvidemos que es muy reciente en ellos el sufrimiento. ¿Qué ocurrirá cuando su recuerdo desaparezca?”. Sólo en un caso Pickwick pierde la partida sin discusión; con los abogados Dodson y Fogg, a quienes ha de pagar las cuantiosas costas de un proceso falaz y torticero que entablan acusando a nuestro simpático y anciano protagonista en base a un falso incumplimiento de desposorio con su matrona y que permiten al autor describir con detalle la peculiar y deprimente cárcel de insolventes de Londres en Fleet Street. No le cabe a uno la menor duda de que Charles Dickens, como tantos antes y después de él, considera que los abogados son la peor ralea que camina por este mundo. Por sus páginas aparecen buscavidas, sacerdotes más interesados en el ron que en la misericordia, palafreneros y, pese a que los detalles circunstanciales nos los hacen ver como figuras de un museo de historia sociológica, sus palabras, reflexiones, disputas y objetivos, los convierten en personajes eternos y vigentes. De sus bromas y sus chanzas se puede aprender más que de los telediarios de un año entero.

La novela hizo famoso a Dickens, que, a partir de ese momento, pudo dedicarse a la literatura y abandonar el periodismo y la edición reseñada, viene acompañada de unas deliciosas ilustraciones de José Narro.

Para quien tenga interés en leerlo, es evidente que hay muchas ediciones posteriores, alguna de este mismo año del bicentenario.

Dickens

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